Un lugar más femenino.
Se precisa perder el control, situarse en un lugar más femenino, dejarse afectar, dejarse recibir, esperarse en otro lado, perder referencias y seguridades.
Javier Gil
Intriga y seduce el uso que hace Javier Gil del término “femenino” dentro de este fragmento. Pongámoslo en contexto: Javier Gil viene hablando del carácter promisorio de la incertidumbre y de las posibilidades productivas del desconocimiento, dentro de una experiencia de lo estético, o incluso, dentro de una estética de la experiencia.
Es en el contexto del arte, pero sobre todo en el contexto de la enseñanza artística, donde Javier Gil ubica el concepto de experiencia como una figura central. A propósito de esto, hace una serie de planteamientos muy estimulantes: la experiencia como “lugar de la infancia”; la experiencia estética como “conciencia del cuerpo”; las posibilidades cognitivas de la experiencia artística o la producción del sujeto en la experiencia.
Esa estética de la experiencia vendría a ser crucial, si la asumimos como productora de un pensamiento y una inteligencia que transcurre y que nunca llega a constituirse en certeza. La experiencia artística sería entonces particularmente propicia para sacar provecho de ese no saber y de ese no prever. Su contexto idóneo sería el ámbito de lo impredecible y de la sorpresa; sus manifestaciones más ricas serían la improvisación de nuevas referencias de realidad y la conciliación con lo no definitivo y con lo no autoritario.
Es discutible desde muchas posiciones el asociar esta situación a lo femenino. De hecho, irónicamente, se requiere colocarse en un lugar más femenino para entender esa frase de Javier Gil. Ante todo se necesita acudir a ese rango de tolerancia que siempre solicita la metáfora. En ese contexto la imagen de lo femenino resulta atractiva porque conlleva un germen de subversión y resistencia. Puede haber un prejuicio en suponer que solamente desde lo femenino se da la opción de abrirse, de entregarse, o de “dejarse afectar”, pero lo cierto es que, históricamente, las estructuras del poder y el saber en nuestra cultura, han estado asociadas a un imaginario androcéntrico. Al conocimiento y a la autoridad siempre se les ha relacionado con una cierta virilidad y una cierta violencia, potente y posesiva. Esa virilidad también ha penetrado en el ámbito estético. La fotografía ofrece un lugar más sofisticado para la producción del deseo desde el cuerpo femenino; pero, en principio, ese lugar ha servido fundamentalmente para la hegemonía de la mirada masculina. Una estructura alternativa para la estética fotográfica no se resuelve solamente cambiando el objeto de la representación, sino cambiando la dinámica de poder inscrita en la relación entre dicho objeto y el sujeto que lo contempla. Siguiendo a Javier Gil pudiéramos decir que se precisa mover la mirada desde el lugar del control y la posesión a un lugar más afectivo o, más bien, afectado.
Creo que se entiende mejor lo provocativo de esta idea si la planteamos con el acento negativo que reclama. En última instancia no se trata de un lugar más femenino, sino de un lugar menos patriarcal. Le llamo espacio “negativo” porque ahí se invierten estructuras y relaciones de poder, tanto como construcciones ideológicas y epistemológicas, pero también porque ahí se impugna la supuesta “positividad” de la representación fotográfica y la supuesta neutralidad del documento.
Para la problematización de las representaciones desde una perspectiva de género —y no sólo para eso—, es muy útil el desplazamiento de la fotografía desde el sitio de autoridad que le confiere una cultura ocularcéntrica, como certificación del valor de lo visible, hacia una posición que ratifique el valor de lo imaginario y lo subjetivo en la producción de nuestra experiencia de lo real. De ahí la importancia de prácticas fotográficas que cuestionan el concepto de realidad, que exploran las zonas blandas dentro de un universo aparentemente inconmovible, y que vuelven menos absoluta la codependencia entre documento y verdad.
Un lugar menos masculino y más fértil para la experiencia de la fotografía, sería el lugar de la fisura, de la rajadura que se abre entre memoria y verdad o entre documento y realidad. Esto implica pensar la fotografía como objeto débil, es decir, como algo demasiado inestable para servir de plataforma a las versiones nacionalistas, etnocentristas y sexistas de la realidad. De antemano implica retar a los relatos hegemónicos sobre la realidad y a sus representaciones más conspicuas.
Pier Aldo Rovati se preguntaba, en una de sus reflexiones sobre el “pensamiento débil”, si no sería el concepto de realidad lo que debe ser revisado con una actitud “verdaderamente hostil”. En lo que tiene de replanteamiento de la experiencia estética, esa hostilidad llevaría a un desplazamiento del lugar de la verdad, que tan importante resulta en la definición histórica de la fotografía. Así la foto no se vería obligada a certificar una verdad localizada en la correspondencia entre la representación y un objeto ubicado en un ámbito externo a nuestra propia subjetividad –el ámbito factual y objetivo de lo real, objeto de deseo en última instancia-. La verdad de la representación habría que buscarla en una subjetividad cuyo referente real más cercano es la imagen. Lo que se propugna desde la fotografía más “negativa” es el reconocimiento de la subjetividad en el trato con las representaciones.
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