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Paolo Gasparini: La revolución revisitada

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El ícono más potente en la exposición La revolución revisitada es el retrato de un miliciano. El hombre tiene el rostro cansado, la mirada profunda y un aire de determinación y dignidad que no llega a ser solemne ni marcial. No es un soldado; sino simplemente un tipo común con un fusil viejo y las uñas sucias y el uniforme ajado. Parece tener la certeza de estar en el lugar y el momento correctos, pero en su mirada hay algo inescrutable. Algo que concierne a su propia vida y a su propia humanidad, de la que no  sabremos nada más que lo que registró la cámara. Podemos elaborar un discurso sobre lo que simboliza ese hombre (el obrero convertido en guardián de la revolución, el pueblo armado para proteger sus conquistas) pero la imagen tiene algo no-simbólico, una zona que se mantiene al margen del discurso y que lo sobrevive, algo que concierne estrictamente a la persona, independientemente de la historia colectiva. Esa zona enigmática y lacónica, en el núcleo de una imagen tan elocuente, es lo que hace de esa fotografía uno de los grandes retratos dentro de la iconografía de la revolución cubana.

Algo similar ocurre con el retrato del joven alfabetizador, quien no puede ocultar la minoría de edad y sin embargo sabe ya mirar como un adulto, como si comprendiera muchas cosas. Otra vez la fotografía deviene documento y símbolo simultáneamente y otra vez los ojos del retratado nos obligan a preguntarnos qué fue lo que quedó fuera del discurso. A diferencia del retrato del miliciano, esta fotografía se desarrolla en una profundidad espacial que Gasparini capta con una precisión impecable. A través de la puerta abierta adivinamos a un grupo de personas en el interior de la casa. Más allá se abre otra puerta que se convierte en un cuadro de luz. El contraluz sumerge al grupo en una semipenumbra. Desde el frente sólo percibimos las siluetas. Probablemente lo único que está ocurriendo en el fondo es una común reunión familiar, sin embargo la escena adquiere un tinte inquietante.  La actitud del joven toma entonces otro sentido. Parece haberse detenido en el umbral solamente para la fotografía. Y sin embargo, la tensión entre los diferentes planos hace intuir que en ese lugar está ocurriendo algo más importante que la fotografía misma. 

La revolución revisitada es una exposición personal de Paolo Gasparini, con dos conjuntos de fotografías tomadas en Cuba en dos momentos cruciales: el comienzo de la etapa socialista, en el principio de la década de 1960 y el comienzo del llamado “período especial”, en la primera mitad de la década de 1990. Es decir, desde la etapa de más ferviente euforia revolucionaria hasta la etapa de la crisis y el desencanto. Son dos momentos en la historia de Cuba, de los cuales el fotógrafo ha sido testigo con la misma honestidad. Si en 1961 Gasparini se encontraba lleno de “heroicos furores”, como él mismo ha escrito, y estaba listo para dejarse seducir por la mezcla de caos y esperanza que constituía el ambiente de la revolución triunfante, treinta años después debió sufrir el choque de la desilusión al encontrar una sociedad debilitada por el miedo, la falta de iniciativas y la pérdida de fe en el futuro.

Igual que hay un capítulo cubano en la obra de Gasparini, también debe reconocerse el capítulo de Gasparini en la historia de la fotografía cubana. Su estancia en Cuba coincidió con la etapa en que se definía como autor, tanto estilísticamente como ideológicamente. Su obra es una contribución al imaginario de la revolución cubana. Pero Gasparini no hizo retratos de Fidel Castro o de Ernesto Guevara. Fue, y sigue siendo, un fotógrafo de la calle y de la gente común. Los líderes siempre están en la distancia, por muy cerca que estén. Y Gasparini prefiere codearse, participar, estar en las situaciones que fotografía.

Gasparini llegó a Cuba en la primavera de 1961 y trabajó como fotógrafo para distintas instituciones: el Consejo Nacional de Cultura y el periódico Revolución y posteriormente siguió visitando la isla como fotógrafo de la UNESCO. Estuvo muy vinculado a la intelectualidad cubana de la época y en especial a algunas personalidades que había conocido en Venezuela, como el arquitecto Ricardo Porro y el escritor Alejo Carpentier. Con este último colaboró estrechamente y llegó a realizar las fotografías que deberían acompañar su ensayo La ciudad de las columnas. Llama la atención que en ese ensayo Carpentier no se refiere para nada a la convulsión social de que estaba poseído el espacio público en Cuba a raíz del triunfo de la revolución. Obviamente las “columnas” de las que hablaba Carpentier no eran las columnas de milicianos, alfabetizadores, campesinos o trabajadores voluntarios que partían a la zafra. Tampoco eran las columnas de rumberos y rumberas que bailaban a lo largo del malecón durante los carnavales. Junto a las fotos de Gasparini, el discurso de Carpentier, aunque florido y culto, parece demasiado aséptico y elitista. Gasparini hizo fotografías descriptivas de la arquitectura habanera, que se ceñían con pulcritud al discurso historicista de Carpentier, pero su mejor aporte fue la representación de un espacio público en el que se vivía festivamente la experiencia de la historia en el presente y no en la nostalgia.

El guión museográfico de La revolución revisitada propone varias lecturas yuxtapuestas. La más evidente es la narrativa lineal, ajustada a una cronología sin demasiados sobresaltos. Siguiendo esa estructura la exposición narra la contradicción entre dos momentos históricos, pero también entre dos subjetividades. Primero las fotografías de la década de 1960 exponen al pueblo definido como sujeto colectivo, unido y vital, siempre concentrado en una misión y consagrado por la historia. Sujeto heroico y seductor al mismo tiempo. Sujeto joven y enérgico. Después las fotografías de la década de 1990 muestran a un sujeto descentrado y fragmentado, ensimismado y aislado. Aparecen los ancianos y los desvalidos. Aparecen las ruinas. El escenario sigue siendo el espacio público, pero ya no hay un sentido de pertenencia. O la calle dejó de pertenecer al pueblo o lo que el discurso oficial consagró como “pueblo” dejó de existir. Lo que comienza con el retrato de un miliciano termina con la fotografía de unos jóvenes vendiendo dólares.

En el texto sobre la revolución se infiltra un subtexto sobre la fotografía. Desde ahí podemos hacer una lectura estilística. El mismo Paolo Gasparini ha explicado que en Cuba se vio obligado a cambiar de cámara: “De la cámara réflex de medio y gran formato, que empleaba siguiendo a Strand, uso la versátil 35 mm, la cual obviamente transformó la manera de ver y captar la realidad con una rapidez abismal.” Esto no es solamente un cambio técnico, sino también estético e ideológico. Los dos retratos con que comienza la exposición todavía pueden afiliarse a la estética de Strand y responden a una búsqueda de profundidad psicológica en los individuos fotografiados y una búsqueda de densidad simbólica en lo que estos individuos representan socialmente. El resto de las fotografías del período revolucionario buscan la acción y contienen ya los elementos principales del estilo de Gasparini como fotógrafo de la calle. Por una parte se nota su tendencia a descentrar la composición, organizando el espacio sobre ejes transversales y dejando en los bordes del cuadro algún elemento de mayor expresividad: el policía que mira a la cámara en la escena de las mujeres ataviadas para el carnaval, la muchacha que hace un gesto dramático en la despedida de los trabajadores que parten a la zafra, o la cabeza de la mujer negra en la fotografía del recibimiento de los alfabetizadores en La Habana. 

Por otro lado se advierte la manera en que la fotografía codifica el espacio público como espacio textual. Toda la obra -fundamentalmente urbana- de Paolo Gasparini está marcada por esa fascinación por los elementos textuales e icónicos que aparecen en las calles y que se inscriben en la imagen fotográfica. En La revolución revisitada el efecto de trans-iconicidad alcanza un rango algo más amplio. La imagen del Che, en los muros de la ciudad (véase El Che en las calles de la Habana, 1972 o Retrato del Che en el puerto de la Habana, 1991) tiene que convivir con la imagen de Washington en el billete de un dólar (Exhibición y venta de dólares, 1994) o con la imagen de San Lázaro (Procesión en Santiago del día de San Lázaro, 1994) o con las borrosas imágenes de Cristo en una confusa transacción callejera (Venta e intercambio de imágenes, 1994). No es que el mismo gobierno cubano no se haya esforzado desde el principio en generar una zona de ambigüedad entre revolución y culto o entre líderes y apóstoles, pero en las fotografías de Gasparini, realizadas en la década de 1990, lo que se ve es el ocaso de unos ídolos y su sustitución por otros, demasiado humanos. La fotografía donde aparece un retrato de Julio Antonio Mella, desmarcado y casi a punto de caer, en la sala de un tribunal de La Habana, es un buen resumen de ese ocaso.

Como otra posibilidad narrativa, tal vez imprevista, pero no menos significativa, podemos reconstruir el relato de este viaje de la revolución a la postrevolución mediante una lectura de las manos de los sujetos fotografiados. De las manos que sostienen un fusil pasamos a las manos que enarbolan banderas y de ahí a la mano de la mujer estrechando la mano de un hombre que parte a la zafra. Este primer ciclo se cierra con las manos de las muchachas que bromean frente a la cámara. En el extremo opuesto están las manos que sostienen dinero y estampas religiosas o las que empuñan dólares arrugados. En el centro de esta narrativa alternativa estaría la fotografía titulada Mujeres en La Habana (1991). Un grupo de personas, en uno de los portales de La Habana, parece estar esperando el ómnibus. La mujer del primer plano, con el ceño fruncido, tiene la mano sobre los labios, en un gesto que parece obligarla a guardar un silencio hosco. Detrás de ella, una joven se enreda un tira de cabello entre los dedos, con una expresión más hermética, pero no menos impaciente. Más atrás y hacia el centro de la composición, otra mujer mira al fotógrafo con poca simpatía (nada de aquella simpatía que mostraban las muchachas de Camagüey en 1964) mientras acerca a la boca la correa de su bolsa. Más hacia el fondo una muchacha se muerde las uñas, con una expresión de angustia. 

En esa fotografía las posiciones de las manos generan todo el movimiento interno de la composición, pero lo más importante es como denotan un estado de ansiedad y enojo, que se va marcando en la actitud de cada persona y va constituyéndose en reflejo de una actitud colectiva. Aquí es bien interesante cómo se recodifica la relación entre individuo y grupo. Cada individuo aparece ensimismado y totalmente aislado de los demás, y sin embargo eso genera una imagen colectiva que puede ser leída como una imagen social. Si se quiere saber lo que sentía “el pueblo” en aquel momento, basta con mirar esa fotografía.

Mirando esas fotografías de Gasparini podemos entender el concepto de retrato con su doble sentido:  o bien es la expresión de una individualidad producida por medio de signos sociales, o bien es la expresión de un momento histórico, fragmentado en la expresión de las identidades individuales. 

 

 

Juan Antonio Molina Cuesta

Ciudad de México, 2015

Muchas veces, cuando los fotógrafos buscan confrontarnos directamente -“brutalmente”, se ha dicho- con las evidencias de una situación social o con la intensidad de un momento histórico, lo más inmediato que nos ofrecen es el enigma de un rostro. Ese tipo de representaciones suele estar marcada por el conflicto entre lo personal y lo social y por la tensión entre el momento individual y el momento histórico. ¿Cómo entra el individuo en el grupo?¿Como se concilia la individualidad con la historia? Ese es uno de los aspectos enigmáticos que aflora en muchas de las fotografías de Paolo Gasparini y que provoca que lo consideremos como un fotógrafo más comprometido con la historia que con la “realidad”. Sabemos que la realidad está formada por imágenes y por representaciones, lo que es decir por ficciones. Lo que trasciende del proyecto estético de Gasparini no es la verosimilitud -que ya viene supuesta en el código fotográfico-, sino el conflicto. Poner como centro de un ensayo visual el roce entre los individuos y sus condiciones históricas particulares nos permite pasar de la ficción a la fricción. Más allá de las ciudades y el espacio público como representaciones más o menos pintorescas, lo que buscamos en la obra de Gasparini es al sujeto localizado en una circunstancia histórica, a veces participando y luchando, a veces resistiendo y contestando, a veces derrotado e inerte. 

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