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Todo por ver: La fotografía mexicana desacomodada

 

La mayoría de las exposiciones comienzan refiriéndose a algo y terminan refiriéndose a otra cosa. Si bien es indudable que en el origen de Todo por ver hay una acuciosa investigación sobre la fotografía mexicana contemporánea, eso no es en realidad lo que problematiza la muestra. Al menos no intencionalmente. Desde el principio los curadores Gerardo Montiel Klint y Francisco Mata Rosas parecen dar por sentada la ociosidad de embarcarse en una tarea de clasificación y enunciación de “lo mexicano” en la fotografía contemporánea. La cuestión principal que plantea Todo por ver no es ya acerca de cómo definir la fotografía mexicana, sino acerca de cómo ver la fotografía mexicana en la actualidad. 

Todo por ver combina la sobreabundancia visual con la ausencia de un argumento suficientemente explícito. Cada uno de estos aspectos responde a la particular finalidad del proyecto. La saturación visual, que en principio parece una manera de aprovechar un espacio por sí mismo pródigo, es en realidad una réplica de los modos en que nos relacionamos actualmente con la información en las condiciones tecnológicas de la sociedad contemporánea. Lo que todavía nos molesta en las paredes de un museo es lo que aceptamos como normal cuando interactuamos al mismo tiempo con distintos dispositivos y diferentes tipos de archivos y lenguajes. El efecto de simultaneidad y encabalgamiento de la información en esta exposición es coherente con la manera en que Mata y Montiel buscan contextualizar a la fotografía contemporánea mexicana en relación con un régimen visual que se nos describe como un régimen económico: “Hipervisualidad, sobreproducción, acumulación de imágenes, consumo permanente, volatilidad, desecho instantáneo y comunicación visual que sustituye otras formas de entendernos”. Pero en realidad los curadores han optado por un diseño de exposición que abandona a las imágenes para que funcionen por sí solas, buscando causar la impresión de un mínimo de intervención y de esfuerzo persuasivo. Una frase en el texto introductorio resume muy bien su opinión al respecto: “¿Para qué ordenar lo que por sí solo se acomoda?”

La ausencia de un argumento explícito y del correspondiente guión resultaron desconcertantes para una parte del público, sin embargo pueden ser interpretados también como una concesión para que los espectadores decidan su itinerario en el espacio expositivo y vayan articulando una narrativa propia y no definitiva. En su análisis de la exposición The Family of Man, inaugurada en el MoMA en 1955, el comunicólogo Fred Turner se refiere a esto como una política “antiautoritaria” que modifica el modelo tradicional con que se suele atrapar la atención de las audiencias. Menciono esa exposición porque creo que no se debe hacer una crítica de la museografía de Todo por ver bajo el supuesto de que es algo sin precedentes. De hecho el diseño del espacio y su relación con una estructura narrativa en la exposición The Family of Man sigue siendo un modelo digno de estudio. Allí el arquitecto Paul Rudolph logró extender el campo visual en la sala del museo, sacando provecho del efecto de tridimensionalidad en el montaje y del dinamismo que aportaban las variaciones en los formatos de las impresiones y el uso del espacio interno, fuera de los muros. El resultado parece haber sido un esquema unido y más compacto, con una dinámica interna. Pero esa unidad y esa dinámica ya venían produciéndose a través de la estructura temática, narrativa y conceptual del proyecto. La museografía simplemente vino a solucionar visualmente el argumento de la curaduría. En cambio la exposición Todo por ver, que prescinde de una estructura narrativa, no compensa esa ausencia con una línea conceptual y nos deja con la sensación de que la museografía debió satisfacerse a sí misma.

Tal vez lo que me incomoda en la sala del museo es lo mismo que me irrita en la vida cotidiana: la insuficiencia del tiempo y el espacio para una experiencia de contemplación y goce. Pero pasemos por alto eso, que parece un reclamo poco “contemporáneo”. Lo que me inquieta en esa propuesta museográfica es que tiende a reproducir un estado de cosas sin criticarlo, como si no hubiera capacidad de respuesta -ni siquiera simbólica- ante esa economía que se ha tomado como referencia. 

Digo “estado de cosas” e inevitablemente tengo que referirme al conjunto de obras reunidas con el tema de la violencia en México. En El estado de las cosas nos vemos rebasados por la intensidad y la densidad de la documentación visual. La saturación de imágenes de la violencia, especialmente asociada al narcotráfico, es perturbadora, pero deja una sensación de impotencia que puede derivar en una especie de conformidad. Es el mismo efecto que producen esas imágenes desde los medios de comunicación: generan miedo y parálisis; se fijan en nuestro subconsciente y nuestra memoria, pero nos provocan la necesidad de olvidarlas o, al menos, de relegarlas al espacio de lo irreal.

El estado de las cosas hubiera quedado bien como una exposición de fotoperiodismo. La inclusión de obras de Mauricio Alejo, José Luis Cuevas, Daniela Edburg o Guillermo Serrano, entre otros, busca vías menos directas para referirse a la violencia o a su contexto, a su territorialidad o a su simbología, pero termina propiciando una lectura de la memoria de la violencia en México como “realismo mágico”. La pieza interactiva de Rafael Lozano-Hemmer no pasa de ser el típico intento de involucrar al público, mediante un ejercicio lúdico y un poco de tecnología, buscando que se identifique con las víctimas. El intento de Mail Art de Ambra Polidori se ve como una propuesta ingenua ante la magnitud simbólica y psicológica del terror. Ante tanta sangre y tanta muerte el concepto de “obra” se vuelve frívolo y el concepto de “buena foto” se vuelve ofensivo. Lo que le da sentido a todo esa exhibición de brutalidad es el testimonio. Es muy difícil hacer arte a partir del dolor, el miedo y la frustración social. No basta con tener una idea “interesante” que, generalmente, es algo ya visto.

En Todo por ver subyace un tono intermitente de violencia que se entiende mucho mejor después de ver El estado de las cosas, pero que se sostiene independientemente de las representaciones directas del fotoperiodismo. Es una violencia que se representa mediante figuras: la espalda cubierta de hormigas (Karina Juárez), la alfombra de pasto usada como vestido (Carol Espíndola), la mujer cabalgando un toro (Claudia López Ortega) o la mujer que yace en la tierra (Cecilia Monroy), el hombre desnudo con un perro (Juan José Herrera) o la pareja de lobos copulando en la nieve (Kenia Nárez), el machete clavado en la piedra (César López), el hombre sin ombligo (Héctor Falcón), el retrato con capirote rojo (Carlos León) o el tocado de la pareja indígena fotografiada por Baldomero Robles, entre muchas otras.

Son figuras que forman parte de sistemas de significación más complejos, pues la mayoría de estas fotografías pertenecen a alguna serie e incluso, en el caso de Falcón, la fotografía es parte del registro de intervenciones realizadas en el propio cuerpo del artista. Al aislar y rearticular estas figuras, buscando una cierta autosuficiencia y potencialidad simbólica del icono, también se ha afectado su relación con su circunstancia histórica original. El icono aparece como perteneciente más al campo de lo mitológico que al de lo histórico. Y eso permite incorporar en ese sistema otras figuras que en su contexto original no hubieran aceptado esta analogía. Por ejemplo, un hombre paseando con un oso (Yvonne Venegas) resultaría equivalente al hombre desnudo jugando con  un perro, de Juan José Herrera, pero esa equivalencia conllevaría la negación de cualquier lectura que buscara implicaciones clasistas, económicas o de violencia simbólica en la serie de Venegas (cualquier connotación que tuviera que ver con el poder, finalmente), como habría que negar cualquier implicación sexual en la serie de Herrera.

Cierto que en la fotografía contemporánea -y no sólo en México- hay abundancia de obras que producen su artisticidad mediante una estrategia de iconicidad que facilita esa suerte de mutilación semiológica. Por ejemplo, Muerte materna, de Cecilia Monroy, funciona principalmente como un icono seductor, al que los curadores sólo tuvieron que añadir un par de metros cuadrados para desvanecer completamente cualquier alusión crítica a una problemática socioeconómica y de género; pero eso se veía venir desde que se expuso en la XV Bienal de fotografía, en 2013, pese al título y el texto original de la autora. Igualmente la serie Desvestidas, de Luis Arturo Aguirre, está predispuesta, desde su origen, a deslumbrar mediante la atracción del color, el brillo, el maquillaje y la belleza andrógina y ningún esfuerzo lograría que se interpretara como una lectura crítica del tema de la transexualidad en México.

Lo que funciona en esas obras es una combinación entre el énfasis en el icono y el énfasis en la superficie, que deriva en un curioso efecto de intercambio: la superficie se vuelve icónica y el icono se vuelve superficial. Ese efecto no siempre beneficia a aquellas imágenes -escasas en la exposición- que tienen un contenido histórico y político más definido.

En un momento las fotografías -incluso documentales- son tratadas como si fueran pinturas y en otro como si fueran objetos de culto y de deseo. En general presiento en esa tendencia una suerte de regreso al origen religioso del icono, en un itinerario que incluye el uso fetichista de la imagen en la publicidad. De hecho, toda la exposición me parece teñida de una especie de religiosidad que se sostiene puntualmente en imágenes enigmáticas, que representan un ámbito de lo secreto y de lo ilegible y en las que los autores trabajan con los límites del conocimiento, lo que equivale aquí a trabajar con los límites entre lo real y lo irreal. 

Si mencioné anteriormente los términos “realismo mágico” fue pensando en el lugar que ocupa dentro de la representación fotográfica esa recodificación del límite entre realidad y fantasía, asociada a una construcción imaginaria del espacio y el tiempo locales: el tratamiento del espacio como algo que es simultáneamente local e ilocalizable, el tratamiento del tiempo presente como momento histórico y como fatalidad, la confusión entre las fuerzas de la naturaleza y las fuerzas de la historia, lo que implica de hecho el representarse a la historia y la naturaleza como “fuerzas”, el tratamiento del cuerpo como carnalidad y como simbología (el cuerpo como icono, en última instancia), la representación de la vida cargada de un presentimiento de muerte y la contaminación de la memoria con lo que Elena Garro nombra en una de sus novelas como “nostalgia de catástrofes”.

No sé si esto pueda ser leído como un “imaginario” de la fotografía mexicana contemporánea, pero sí pudiera ser el texto oculto dentro de la exposición Todo por ver.   Aunque he insistido en que no se plantea un argumento explícitamente, eso no significa que no haya un discurso implícito. En primer lugar, y desde el propio título, hay un discurso sobre la mirada. “Todo por ver” significa obviamente que todo está por ser visto en el panorama de la fotografía en México, pero también significa -aunque de manera mucho más sofisticada- una relación de causa y efecto: que todo se produce desde la mirada, que todo (la realidad, digamos) ocurre “por ver” y, en consecuencia, que ya todo está visto. Eso deviene un discurso sobre la realidad y el conocimiento. En Todo por ver la fotografía no es tratada como un medio de conocimiento ni como una confirmación de un saber, sino como un producto de la mirada que deviene evidencia de lo incognoscible.

El discurso curatorial puede jugar con la ilusión de que esta es una exposición sin argumento, pero no puede convencer de que es una proyecto sin ideología. Mata y Montiel sí están trabajando con una idea de lo que es la fotografía mexicana o, al menos, de lo que es la fotografía contemporánea en México, y en la exposición sí hay un núcleo que refleja esa idea (de hecho, fuera de ese núcleo es donde la muestra comienza a dispersarse). Detrás del desacomodo del orden museográfico tradicional hay un reacomodo del relato sobre la fotografía en México. Es un relato que se ha venido produciendo paulatinamente a través de diversos proyectos, curatoriales y docentes, en  los que ha participado al menos Gerardo Montiel en los últimos años y sobre el que vale la pena seguir discutiendo. Incluso sería útil preguntarse cuánto de ese relato se corresponde con la estética que el mismo Montiel desarrolla en su obra (sospecho que detrás de una filosofía siempre se puede encontrar una poética). Pero eso sería tema para otro artículo.

 

 

 

Juan Antonio Molina Cuesta

Ciudad de México, 2015

 

 

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